Estimados viajeros de la misma
nave en estos días decembrinos quiero compartir con ustedes mi más reciente
relato, no tiene porqué gustarles a rajatabla, véanlo no más como una viñeta;
cualquier sugerencia la estimaré mucho.
Con un gran abrazo y los besos
respectivos... este es mi regalo de navidad para todos.
Los quiero mucho su amigo de
siempre el Poeta Freddy Araque.
UN DIA PARA LA NOCHEBUENA
A Ricardo Ostos
Cayetano era un niño huérfano que
vagaba por las calles de Caracas en busca de amigos con quien jugar…, cuando al
atravesar el tráfico hacia el mercado Guaicaipuro, entre gaitas y aguinaldos
sonadas en la radio, olor de hallacas, ofertas a voz en cuello de vendedores
ambulantes de leche ‘e burra y vino de la Sagrada Familia; en medio de aquel
estruendo de altavoces frente a las vitrinas de las tiendas, Santa Claus con su
atiborrado saco de regalos y sus
bobaliconas risotadas —flanqueado por un trineo con venados de utilería—
invitando comprar a precios de gallina flaca… ¡Todo esto le hizo comprender
que, inevitablemente, aquel era un día para la
Nochebuena!
Sacando bien sus cuentas aquello
no le decía mucho; sin embargo, desde su alma infantil, siempre enfrentada a la
realidad cotidiana, al candor de sus
primeros recuerdos y ensueños, sutilmente fue aflorando el verdadero espíritu
de la navidad, claro que esta vez sin la escuálida moraleja de Scrooge, en el
cuento de Dickens, que en anteriores años, por esta misma fecha, el maestro de
turno siempre les obligó a escuchar, allá en el albergue de menores…
“Bueno, no sé para quién…, pero,
precisamente, hoy, la gente es más buena gente que nunca…, y el niño Jesús y el
gordo San Nicolás andan regalados… ”, iba pensando Cayetano… al momento que el ruido
de su estómago lo interrumpió y se dio cuenta
que ese día no había comido nada, sintiéndose mal al percatarse que era
ignorado por aquel río de gente que con gran alborozo y nerviosismo iban y
venían haciendo compras de última hora, entre ruidosas bocinas de carros,
música estridente y estallidos de fuegos
artificiales. De pronto, a la salida de un estacionamiento, vio venir un lujoso automóvil conducido por un hombre de anteojos oscuros
al lado de una mujer elegante llena de
prendas relucientes.
Se acercó cauteloso, por el lado
de la dama, a pedir una moneda siendo igualmente ignorado; al entrever por la
ventanilla abierta del asiento trasero algunas cajitas envueltas en papel de
regalo con lazos decorativos y tarjetas con motivos navideños; sin pensarlo dos
veces, arrebató una de las cajitas, sin que sus propietarios, en medio de la
lentitud del tráfico, lo notaran.
Ahora iba ansioso por la calle,
con dientes y uñas, tratando de desvestir aquella misteriosa cajita que al
lograrlo dejó escapar el rico olor de
una exquisita torta, de la cual tomó ansioso un bocadito saboreándolo con
deleite, ¡cuando de repente apareció Memo!, un policía metropolitano de guardia a esa hora por la Candelaria…,
quien al verlo lo detuvo en el acto por sospechas habituales y, al descubrir el
botín de Cayetano, quien aún se relamía los labios, tras un interrogatorio
fallido…, le arrebató bruscamente la cajita y al reconocer en su interior un
delicioso panettone relleno de nueces, pasas, almendras y frutas confitadas, le
confiscó un buen pedazo que se tragó golosamente, y, tras un eructo, le
devolvió la cajita y su libertad.
Cayetano, algo rabioso por el
atraco del policía, se dirigió hacia la plaza Bolívar, donde pensaba pasar la
noche en su improvisada cama de periódicos y cartón cuando terminara la última
misa de aguinaldos.
Llegando a la esquina de Catedral
se llevó un gran susto al tropezar con una anciana cubierta con un velo negro
que se dirigía a la iglesia, y que le pareció una bruja sin escoba; ésta lo
miró espantada pegando gritos e invocando a todos los santos: “¡Virgen
purísima!”, al mismo tiempo que se aferraba a su cartera con gran devoción al
creer que Cayetano la iba a robar. Éste medio asustado, al advertir que los
demás feligreses le miraban con recelo, siguió de largo hacia la Plaza,
pensando que aquella vieja estaba loca de remate y que gracias a Dios, Memo no
andaba por ahí, porque si no le haría pasar su noche buena en una oscura celda
del albergue de menores.
Buscó y buscó por todos lados y no encontró a nadie
conocido entre aquella abigarrada multitud con muchachos en patines y otros
quemando luces de bengala y saltapericos en medio de la retreta amenizada por
la batuta del maestro Billo Frómeta mientras algunas parejas al son de la dicha
y el gozo celebraban bailando entre cantos navideños.
Aunque rodeado entre tanto
público, se sentía solo, triste, cansado y más hambriento que nunca. Sobre un
banco, bajo la penumbra de un farol, con su atuendo desaliñado, yacía el Santa
Claus que anteriormente había visto en la mañana, esta vez sin el saco de
regalos —roncando junto a un borrachito tirado en el piso— y una botella de ron
vacía en su enguantada mano derecha.
Al igual que ciertos parroquianos
atraídos por la estrella de Belén se acercó hasta un pesebre cercano con sus
luces que prendían y apagaban. Contempló largo rato la cueva donde José y
María, la mula y el buey aguardaban el nacimiento del niño, cubierto por
algodones, asomando al descuido sus paticas heladas de frío. Después de contar
las ovejas una por una, quiso trepar en un camello para marchar en caravana con
los reyes magos; sólo que el 6 de enero lucía tan lejano como las montañas
escarchadas y el lejano desierto del oriente, prefiriendo regresar para
quedarse en el portal de Belén, sólo con la angustia de no saber escribir una
carta para el niño Jesús…
Y comenzó a fijarse en el platico
de la limosna donde habían algunas monedas y billetes arrugados… Miró a todos
lados... Nadie más se detenía a curiosear el pesebre… En un instante pensó
realizar el robo perfecto, pero también en un instante lo olvidó al sentir sus
tripas cantándole su propio aguinaldo a contrapunto con las notas de la
orquesta y el coro de la gente:
Hay quien tiene todo todo lo que tiene y sus navidades siempre son alegres…
Regresó hacia otro banco
solitario donde abrió de nuevo la cajita que había llevado bajo el brazo y
cuando se disponía a comer, apareció un perrito callejero moviendo su colita
como si se conocieran desde siempre. Dividió lo que quedaba de su menguada cena
en dos; lanzando una porción al aire que el animalito atrapó de un salto y, de
inmediato al tragar, se echó sobre sus patas traseras para luego levantarse con
ojos de contento agitando más su colita en espera de un segundo bocado, el que
Cayetano ahora saboreaba… —la más sabrosa torta burrera que había comido en su
vida— y que entonces, sin dudarlo tanto, sacó de su boca para ofrecerlo
sonriente a su nuevo amiguito.
FREDDY ARAQUE.