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Revolución Continental

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sábado, 13 de diciembre de 2014

Un Cuenta de Navidad

Estimados viajeros de la misma nave en estos días decembrinos quiero compartir con ustedes mi más reciente relato, no tiene porqué gustarles a rajatabla, véanlo no más como una viñeta; cualquier sugerencia la estimaré mucho.

Con un gran abrazo y los besos respectivos... este es mi regalo de navidad para todos.
Los quiero mucho su amigo de siempre el Poeta Freddy Araque.













UN DIA PARA LA NOCHEBUENA

A Ricardo Ostos

Cayetano era un niño huérfano que vagaba por las calles de Caracas en busca de amigos con quien jugar…, cuando al atravesar el tráfico hacia el mercado Guaicaipuro, entre gaitas y aguinaldos sonadas en la radio, olor de hallacas, ofertas a voz en cuello de vendedores ambulantes de leche ‘e burra y vino de la Sagrada Familia; en medio de aquel estruendo de altavoces frente a las vitrinas de las tiendas, Santa Claus con su atiborrado saco de regalos  y sus bobaliconas risotadas —flanqueado por un trineo con venados de utilería— invitando comprar a precios de gallina flaca… ¡Todo esto le hizo comprender que, inevitablemente, aquel era un día para la  Nochebuena!

Sacando bien sus cuentas aquello no le decía mucho; sin embargo, desde su alma infantil, siempre enfrentada a la realidad cotidiana,  al candor de sus primeros recuerdos y ensueños, sutilmente fue aflorando el verdadero espíritu de la navidad, claro que esta vez sin la escuálida moraleja de Scrooge, en el cuento de Dickens, que en anteriores años, por esta misma fecha, el maestro de turno siempre les obligó a escuchar, allá en el albergue de menores…

“Bueno, no sé para quién…, pero, precisamente, hoy, la gente es más buena gente que nunca…, y el niño Jesús y el gordo San Nicolás andan regalados… ”, iba pensando Cayetano… al momento que el ruido de su estómago lo interrumpió y se dio cuenta  que ese día no había comido nada, sintiéndose mal al percatarse que era ignorado por aquel río de gente que con gran alborozo y nerviosismo iban y venían haciendo compras de última hora, entre ruidosas bocinas de carros, música estridente y  estallidos de fuegos artificiales. De pronto, a la salida de un estacionamiento,  vio venir un lujoso automóvil  conducido por un hombre de anteojos oscuros al lado de una mujer elegante llena de  prendas relucientes.

Se acercó cauteloso, por el lado de la dama, a pedir una moneda siendo igualmente ignorado; al entrever por la ventanilla abierta del asiento trasero algunas cajitas envueltas en papel de regalo con lazos decorativos y tarjetas con motivos navideños; sin pensarlo dos veces, arrebató una de las cajitas, sin que sus propietarios, en medio de la lentitud del tráfico, lo notaran.

Ahora iba ansioso por la calle, con dientes y uñas, tratando de desvestir aquella misteriosa cajita que al lograrlo dejó escapar el  rico olor de una exquisita torta, de la cual tomó ansioso un bocadito saboreándolo con deleite, ¡cuando de repente apareció Memo!, un policía metropolitano  de guardia a esa hora por la Candelaria…, quien al verlo lo detuvo en el acto por sospechas habituales y, al descubrir el botín de Cayetano, quien aún se relamía los labios, tras un interrogatorio fallido…, le arrebató bruscamente la cajita y al reconocer en su interior un delicioso panettone relleno de nueces, pasas, almendras y frutas confitadas, le confiscó un buen pedazo que se tragó golosamente, y, tras un eructo, le devolvió la cajita y su libertad.

Cayetano, algo rabioso por el atraco del policía, se dirigió hacia la plaza Bolívar, donde pensaba pasar la noche en su improvisada cama de periódicos y cartón cuando terminara la última misa de aguinaldos. 

Llegando a la esquina de Catedral se llevó un gran susto al tropezar con una anciana cubierta con un velo negro que se dirigía a la iglesia, y que le pareció una bruja sin escoba; ésta lo miró espantada pegando gritos e invocando a todos los santos: “¡Virgen purísima!”, al mismo tiempo que se aferraba a su cartera con gran devoción al creer que Cayetano la iba a robar. Éste medio asustado, al advertir que los demás feligreses le miraban con recelo, siguió de largo hacia la Plaza, pensando que aquella vieja estaba loca de remate y que gracias a Dios, Memo no andaba por ahí, porque si no le haría pasar su noche buena en una oscura celda del albergue de menores.

Buscó y buscó  por todos lados y no encontró a nadie conocido entre aquella abigarrada multitud con muchachos en patines y otros quemando luces de bengala y saltapericos en medio de la retreta amenizada por la batuta del maestro Billo Frómeta mientras algunas parejas al son de la dicha y el gozo celebraban bailando entre cantos navideños.

Aunque rodeado entre tanto público, se sentía solo, triste, cansado y más hambriento que nunca. Sobre un banco, bajo la penumbra de un farol, con su atuendo desaliñado, yacía el Santa Claus que anteriormente había visto en la mañana, esta vez sin el saco de regalos —roncando junto a un borrachito tirado en el piso— y una botella de ron vacía en su enguantada mano derecha.

Al igual que ciertos parroquianos atraídos por la estrella de Belén se acercó hasta un pesebre cercano con sus luces que prendían y apagaban. Contempló largo rato la cueva donde José y María, la mula y el buey aguardaban el nacimiento del niño, cubierto por algodones, asomando al descuido sus paticas heladas de frío. Después de contar las ovejas una por una, quiso trepar en un camello para marchar en caravana con los reyes magos; sólo que el 6 de enero lucía tan lejano como las montañas escarchadas y el lejano desierto del oriente, prefiriendo regresar para quedarse en el portal de Belén, sólo con la angustia de no saber escribir una carta para el niño Jesús…

Y comenzó a fijarse en el platico de la limosna donde habían algunas monedas y billetes arrugados… Miró a todos lados... Nadie más se detenía a curiosear el pesebre… En un instante pensó realizar el robo perfecto, pero también en un instante lo olvidó al sentir sus tripas cantándole su propio aguinaldo a contrapunto con las notas de la orquesta y el coro de la gente:

Hay quien tiene todo  todo lo que tiene  y sus navidades  siempre son alegres…

Regresó hacia otro banco solitario donde abrió de nuevo la cajita que había llevado bajo el brazo y cuando se disponía a comer, apareció un perrito callejero moviendo su colita como si se conocieran desde siempre. Dividió lo que quedaba de su menguada cena en dos; lanzando una porción al aire que el animalito atrapó de un salto y, de inmediato al tragar, se echó sobre sus patas traseras para luego levantarse con ojos de contento agitando más su colita en espera de un segundo bocado, el que Cayetano ahora saboreaba… —la más sabrosa torta burrera que había comido en su vida— y que entonces, sin dudarlo tanto, sacó de su boca para ofrecerlo sonriente a su nuevo amiguito.

FREDDY ARAQUE.