J.M. Rambla
[Tomado de
http://otramerica.com/temas/olimpiadas-mundial-futbol-nueva-forma-control-social-territorial-brasil/2931]
El deporte es uno de esos raros fenómenos sociales capaces de desatar las más
intensas pasiones. Por ello, no es extraño que el actual capitalismo
postindustrial y especulativo lo haya convertido en pieza clave para ese modelo
de desarrollismo de los grandes eventos que ha ido promoviendo en las últimas
décadas a golpe de Expos, Cumbres, afamadas regatas o competiciones de Fórmula
1. Y por encima de todos, convertidos en el más luminoso objeto del deseo, las
Olimpiadas y los Mundiales de fútbol. Las más diferentes ciudades de todo el
mundo pugnan por convertirse en sede de estos macroeventos que presentarán a
sus respectivas ciudadanías como la gran oportunidad para proyectarse
internacionalmente, remodelar su urbanismo y dinamizar sus economías.
Negocios y deporte se fusionan así para desatar un tsunami de emociones
en el que los números de la contabilidad son tanto o más asombrosos que las
gestas de los atletas. Un tsunami que con su elección para la organización del
Mundial de Fútbol en 2014 y las Olimpiadas en Rio para 2016, viene azotando a
un Brasil que ve ambas fechas como la reválida definitiva a su entrada en el
selecto club de los ricos. Las cifras previstas parecen justificar por sí solas
las ilusiones. Según un estudio realizado por la consultora Ernest &
Young en colaboración con la Fundación Getúlio Vargas, la
organización de la Copa implicará para Brasil un gasto de unos 29.600 millones
de reales (11.000 millones de euros), una cantidad compensada por 3,6 millones
de empleos anuales por los preparativos, que a su vez distribuirán una renta
entre la población de 63.480 millones de reales (24.100 millones de euros),
además de generar una recaudación tributaria adicional de 18.130 millones
(6.886 millones de euros). Así mismo, se espera un incremento del flujo
turístico del 74%.
No obstante, los tsunamis no son solo dignos de admiración por su manifestación
de naturaleza desbordada. La devastación que dejan a su paso alcanza niveles
sin duda no menos espectaculares. Sin embargo, los medios de comunicación, que
suelen centrar sus focos en esta letal irrupción de la calamidad en las vidas
humanas cuando se trata de fenómenos sismológicos, normalmente optan por
apartar del daño colateral el objetivo de las cámaras cuando se trata de estos
modernos tsunamis deportivos. Y, como no podía ser de otro modo, daños
colaterales no faltan en las olas gigantes proyectadas sobre la tierra brasileña
por la Copa del Mundo y los juegos Olímpicos. Un informe elaborado por los
Comités Populares de la Copa enumera algunos. Así, por ejemplo, unas 170.000
personas –según las estimaciones más conservadores- se verán desplazados
de sus casas como consecuencia de las obras de infraestructuras ligadas a las
competiciones. Para la mayoría de ellos las alternativas recibidas son
limitadas, cuando no, sencillamente inexistentes.
El listado es interminable y está compuesto en su mayoría por favelas y
ocupaciones irregulares que, en muchos casos, tienen más de medio siglo de
historia. En Curitiba, por ejemplo, la ampliación del aeropuerto y las obras
del estadio Joaquim Américo Guimarães amenaza a más de 2.000 familias. Otras
6.900 serán desalojadas en Belo Horizonte a causa de la construcción de
carreteras, hoteles, centros comerciales y otras infraestructuras. La
resistencia ha sido dura. La represión también. Los vecinos de la comunidad
Dandara fueron desalojados por la policía sin orden judicial, utilizando gases
y destruyendo las endebles barracas con el vuelo rasante de los helicópteros.
Mientras tanto, en Fortaleza 5.000 familias pierden sus casas por distintos
proyectos de transporte público y 15.000 más por otras actuaciones urbanísticas
ligadas al Mundial. En Rio otras 3.000 viviendas se verán impactadas, mientras
que en São Paulo se estima que solo las conexiones entre el futuro estadio del
Corinthians y el aeropuerto internacional de Guarulhos afectaron a unos 4.000
hogares y amenazan a otros 6.000.
La maquinaria del evento no respeta nada. El proyecto inmobiliario Granja
Werneck prevé ocupar en Belo Horizonte unos 10 millones de metros cuadrados
para construir 75.000 apartamentos destinados a turistas, delegaciones
deportivas y periodistas que acudan a cubrir los partidos del Mundial
programados en la capital minera. Como una apisonadora, estos planes amenazan
con llevarse por delante el Quilombo de Mangueiras, una comunidad creada en la
segunda mitad del siglo XIX por descendientes de esclavos negros, de los que
hoy apenas quedan 35 familias. Igualmente, el pasado 22 de marzo unidades de la
policía de choque entraron en las instalaciones del antiguo Museo del Indio en
Rio de Janeiro. Aunque el museo estaba inactivo, colectivos indígenas de
distintas etnias mantenían ocupado el espacio como referente cultural. El
edificio fue demolido dentro de las obras del nuevo Maracanã.
La contundencia en la ejecución de estos proyectos adquiere en ocasiones tintes
absurdos. Los habitantes de Vila Harmonia y Metrô Mangueira, por ejemplo,
recibieron un buen día y por sorpresa una notificación judicial con la orden de
desalojo y el plazo fijado para dejar sus casas: cero días. Los casos se
repiten por las distintas sedes del campeonato de fútbol, en ocasiones alegando
problemas geotécnicos obviados durante décadas. Adriano Evangelista, vecino de
Itaquera, en São Paulo, recuerda cuando le notificaron que debía dejar su
vivienda. “Vinieron y me entregaron un documento que decía que la casa iba a
ser clausurada. No me dijeron si iba a tener derecho a algo o si nos iban a
trasladar a otro lugar”. Situaciones, en suma, que no han dejado de provocar
denuncias y quejas como las de José Renato, uno de los afectados por las
obras en Porto Alegre: “no sabemos cuándo comenzarán la obras, ni quién se verá
afectado, o hacia dónde serán realojadas las familias. Queremos tener el
derecho a discutir nuestro futuro. Defendemos la realización de la Copa, pero
con respeto a los derechos de la población”.
La opacidad se ha convertido en moneda corriente. La urgencia en el
cumplimiento de los plazos o el argumento de un pretendido interés general hace
que la falta de transparencia sea la norma en la tramitación de estos grandes
proyectos. Ello a pesar de la cascada de instituciones creadas, entre otras
cuestiones, precisamente para encauzar la participación, como el Comité Gestor
da Copa 2014, el Grupo Executivo da Copa, el Comité de Responsabilidad de las
ciudades sede o la Autoridad Pública Olímpica. Sin embargo, en la práctica la
supuesta participación se ha limitado a lo que algunos han denominado
irónicamente como “democracia directa del capital”, donde lo que cuenta son las
conversaciones a puerta cerrada entre instituciones y empresas privadas.
No es extraño pues que en este contexto entidades como Amnistía Intenacional o
la Plataforma Brasileña de Derechos Humanos, Económicos, Sociales, Culturales y
Ambientales, hayan criticado el impacto negativo de estas prácticas. Sus
denuncias fueron oídas por el grupo de trabajo de Naciones Unidas sobre
derechos humanos, especialmente las relativas a los procedimientos utilizados
en algunos desalojos. Incluso, la ministra brasileña de Derechos Humanos, María
do Rosario Nunes, tuvo que admitir, durante un encuentro con miembros del grupo
de trabajo de la ONU en mayo de 2012, la necesidad de prestar una atención
especial a los derechos humanos en el marco de los proyectos vinculados a la
Copa y el Mundial. Finalmente, en julio del pasado año, la comisión
recomendó a Brasil –a propuesta de Canadá- que se tomaran medidas que “eviten
los desplazamientos y los desalojos forzosos. Además, se reclamaba la necesidad
de que los afectados tengan acceso a la información, incluyendo plazos, se
realizaran negociaciones con los vecinos implicados para buscar alternativas o,
en su caso, se fijaran indemnizaciones adecuadas”.
Pero además, en la práctica, al amparo de estos proyectos se está
promoviendo un modelo urbanístico basado en la exclusión social y la
criminalización de la pobreza. Es así como en los últimos meses se han puesto
en marcha auténticos cordones sanitarios para aislar de la pobreza las zonas
deportivas y turísticas potenciadas por los eventos. El exponente más directo
ha sido, sin duda, las Unidades de Policía Pacificadora (UPP) puestas en marcha
en Rio con el objetivo declarado de controlar la violencia y el crimen
organizado en las favelas. Sin embargo, para Cleonice Dias, líder comunitario
en la favela de Cidade de Deus, la realidad tiene otra cara. “Nosotros, que
somos de la comunidad, sabemos que la UPP busca satisfacer a la opinión pública
mostrando que el Estado tiene el control de las comunidades. Quieren
destacar que habrá seguridad porque nosotros, los pobres, estaremos controlados
y que pueden venir las inversiones para los macroeventos”. El coronel de la
Policía Militar Robson Rodrigues confirmaba las sospechas de las comunidades:
“realmente son las Olimpiadas las que dictan nuestra selección. Yo diría
incluso que sin este evento la pacificación nunca habría ocurrido”.
El modelo, exportado a otras ciudades como São Paulo, Salvador de Bahía o
Curitiba, supone a menudo una auténtica militarización de la sociedad,
implicando incluso al ejército en estas labores de “pacificación”. En total,
Rio tiene previsto desplegar 40 UPP en la ciudad, con un despliegue de 8.ooo
policías y un coste anual estimado en 408 millones de reales (156 millones de
euros). Paradójicamente, las favelas y barrios situados en la zona oeste de la
ciudad, controlados por milicias criminales en las que a menudo están
implicados agentes públicos, han sido excluidas del programa de pacificación.
Más policías, la misma pobreza
También aquí han sido numerosas las voces que dentro y fuera de Brasil han
denunciado esta criminalización de la pobreza. Y ello a pesar de que, según sus
críticos, los macrooperativos policiales y militares desplegados en Rio con
motivo de otros eventos, no han logrado una reducción de los altos índices de
criminalidad. En cualquier caso, está previsto que el aparato de seguridad en
torno a la Copa del Mundo tenga un costo de 2.100 millones de reales (803,7
millones de euros) e implique la contratación de 53.000 nuevos agentes.
Mientras tanto, el pasado mes de marzo expresaba su preocupación otro grupo de
trabajo de Naciones Unidas, el responsable de analizar los casos de detenciones
arbitrarias. En sus conclusiones, los expertos censuraron la política de
“limpieza de las calles” que se está realizando en las ciudades brasileñas a
costa de detenciones masivas de toxicómanos y pobres. Al mismo tiempo
destacaban su preocupación porque “según relatos, habría presiones para
reforzar este tipo de detenciones debido a los grandes eventos de los que
Brasil será sede, como la Copa del Mundo 2014 y los Juegos Olímpicos en 2016”.
Las sombras ligadas a estos macroeventos también se proyectan sobre uno de los
aspectos más destacados en su justificación: el empleo. En este sentido, las condiciones
laborales en las obras de construcción de las instalaciones han provocado no
pocos paros y huelgas, hasta el punto de que el entonces ministro de Deporte,
Orlando Silva, del Partido Comunista de Brasil (PCdB), llegó incluso a apelar
al “patriotismo de los trabajadores” para no retrasar las proyectos. A ello se
le suma el castigo que sufre el comercio informal, un sector clave para la
supervivencia económica de miles de brasileños de renta baja. Y es que el
monopolio económico impuesto por la Federación Internacional de Fútbol (FIFA)
sobre los estadios y sus alrededores para garantizar el negocio a sus empresas
y patrocinadores, pasa por la marginación, cuando no directa criminalización,
de vendedores callejeros tan tradicionales como las baianas de Salvador que
estos días se movilizaban contra el veto que les impedirá vender junto al
estadio, su típica comida afrobrasileña de acarajé.
En realidad, no resulta extraño si se tiene presente que la organización de
este tipo de eventos es, esencialmente, un gran negocio. Y tampoco muy
transparente. La adjudicación de la gestión del nuevo estadio Maracanã de Rio
de Janeiro es una buena muestra. El contrato fue adjudicado este mes de mayo al
Consorcio Maracanã S.A. por un periodo de 35 años, a cambio de la inversión de
unos 300 millones de dólares en mejoras del entorno y el pago de unos 2,2
millones de dólares al año al gobierno estadual. En compensación obtendrá unas
ganancias totales de 715 millones de dólares. Entre las empresas que componen
el consorcio está Obedrecht que junto a la sociedad Mendes Junior, responsable
de la construcción del nuevo estadio de Salvador de Bahía, son dos de las
firmas que mayores aportaciones realizaron a las campañas electorales de 2006 y
2010 de Aldo Rebelo, candidato del PCdB y actual ministro de Deportes. En
concreto, juntas donaron unos 83.500 dólares a su candidatura, si bien los
defensores del ministro señalan que en aquel momento las empresas –que también
donaron dinero a otros candidatos- no podían saber su nombramiento en octubre
de 2011. Un nombramiento, por cierto, provocado por la salida de su antecesor y
compañero de partido, acosado por denuncias de corrupción. En cualquier caso,
el pasado 27 de abril la policía dispersaba con gases a un grupo de manifestantes
que denunciaba irregularidades en la concesión durante la inauguración del
nuevo campo de fútbol. Solo unos días más después la Justicia iba más allá y
anulaba la adjudicación, después de que una jueza carioca aceptaba el recurso
de la Fiscalía en el que se planteaba “la presencia de ilegalidades que
contaminan la licitación”.
De este modo, el deporte se transforma en motor de una burbuja especulativa
que, en ocasiones, adquiere niveles ilógicos. La evolución del mercado
inmobiliario en Rio es un buen reflejo de ello. La capital carioca experimentó
entre 2010 y 2012 una encarecimiento del 116,6% en el precio de venta de las
viviendas, revalorización que en el caso de los alquileres fue del 68,5%. En
algunas zonas la subida de los precios ha sido todavía mayor, sobre todo en el
área centro donde barrios como Cidade Nova e Estácio se revalorizaron desde
2008 hasta enero de 2013 por encime del 300%.
De nuevo, las obras del emblemático Maracanã resultan paradigmáticas. Entre
1999 y 2006, el gobierno de Rio de Janeiro invirtió unos 400 millones de reales
(unos 153,9 millones de euros) en adaptar sus instalaciones a las
exigencias de la FIFA. Solo cuatro años más tarde toda esa inversión
acabaría en la basura al decidirse cerrar el campo y acometer las obras del
Nuevo Maracanã por un valor mínimo de 808 millones de reales (unos 310,9
millones de euros). Los trabajos, además, también han implicado la demolición
del Estadio de Atletismo Célio de Barros, una de las mejores pistas del país, o
el parque acuático Julio Alamare que ahora, en el mejor de los casos, tendrán
que ser reconstruidos en otro lugar.
La FIFA quiere consumidores
La propia FIFA es responsable en gran medida de esta visión economicista.
Curiosamente fue un brasileño, João Havelange, quien con su llegada a la
presidencia de la organización allá por 1974, sentó las bases de esta
concepción empresarial y mercantilista del fútbol al vincular las competiciones
con el patrocinio de grandes firmas como Adidas o Coca Cola y al transformar
los derechos de televisión en una de las claves del negocio. El modelo
fue consolidado por su sucesor y actual presidente, Joseph Blatter. Modelo que
ha despertado no pocas voces críticas en Brasil durante los últimos meses. Una
de ellas es la del ex futbolista y actual diputado por el Partido Socialista de
Brasil, Romário da Souza Faria. “Brasil será entregado a una FIFA que se va a
llevar más de 3.000 millones de reales y no va a pagar ni mil”, denunciaba en
una entrevista al diario O Globo. El veterano deportista también
denunciaba la exclusión de las capas medias y populares de un Mundial que solo
podría ser disfrutado por una minoría de extranjeros y miembros de las clases
altas brasileñas, al tiempo que rechazaba las imposiciones de la FIFA. “Brasil
no puede darse a cambio de una Copa”, señalaba.
Quizá la mayor paradoja de todo ello sea que entre las numerosas víctimas
colaterales del modelo FIFA se encuentre el propio fútbol y especialmente, la
forma en que el aficionado brasileño vivía la torcida. Como destaca el
antropólogo Marcos Alvito, el objetivo es transformar al torcedor en
consumidor, al tiempo que se impone en los estadios la misma vigilancia
panóptica que se promueve en las calles. “Las autoridades intentan garantizar
un fútbol ‘higienizado’, un producto televisivo no perturbado por ningún
disturbio, donde la torcida y sus manifestaciones más extremas aparecen como
aquello que en teoría de la comunicación se llama ruido”, señala este profesor
de Historia en la Universidad Federal Fluminense y uno de los fundadores de la
Asociación Nacional de Torcedores.
Alvito insiste en cómo, con la excusa de la violencia en los estadios, “han
sido tomadas una serie de medidas de control y monitorización de todos los
torcedores”. En este sentido, el también antropólogo Antonio Holzmeister
recogía en su cuaderno de campo el impacto de estas prácticas a propósito de su
experiencia durante un partido entre el Atlético Paranense y el Paraná. “Lo que
más me impresionó fue cuando un jugador del Paraná lanzó el balón a la grada,
que fue rápidamente escondido por un torcedor atlético debajo de su camisa.
Poco después escucho en los altavoces: ’Torcedor atlético que viste la camiseta
número 23, usted está siendo filmado, devuelva la pelota inmediatamente o será
expulsado del estadio’. Intimidación rápidamente obedecida por el aficionado”.
Pero sobre todo, el torcedor brasileño ve como paulatinamente las normas de la
FIFA le impiden buena parte de sus manifestaciones más particulares como las
bandas de música, los grupos de percusión, las coreografías, las bengalas, el
baile de banderas, los gigantescos bandeirões capaces de ocultar toda una
grada, o simplemente, seguir en pie el partido. En buena medida eso se ha
debido a los cambios introducidos en los estadios que tienden a una drástica
reducción de su capacidad, especialmente de las localidades más baratas.
Maracanã vuelve a ser ejemplificador. Inaugurado como el mayor estadio del
mundo con una capacidad oficial para 155.000 personas, llegó a acoger a más de
200.000 espectadores en la mítica final de la Copa de 1950 donde Brasil cayó
derrotado tras una remontada de la selección uruguaya. El 80% de aquel aforo
estaba destinado para las entradas más baratas. Ahora, el nuevo Maracanã ha
limitado su capacidad a unas 78.000 plazas, todas sentadas y acolchadas, que
incluyen el palco de autoridades y de prensa, así como unos 12.750 asientos VIP
distribuidos entre 10.000 asientos Premium y 110 palcos privados de 80 metros
cuadrados cada uno y aforo para 25 personas.
Todo ello ha ocasionado un incremento desorbitado del precio de las entradas
que, a su vez, aleja a las capas populares de los estadios. Según un estudio
realizado por la consultora Pluri, el coste de las entradas de fútbol en Brasil
ha subido un 300% en la última década, pasando de los 9,50 reales de media que
costaban en 2003 a los 38 que se paga en la actualidad. Este encarecimiento es
muy superior tanto a la inflación del 73% acumulada durante ese mismo periodo,
como a la revalorización del 37% experimentado por la renta media del
trabajador que, según el estudio, se sitúa hoy en unos 1.955 reales (754
euros).
Brasil parece así desandar el camino recorrido en los inicios del pasado siglo,
que le llevó hasta convertir el fútbol en una de sus principales señas de
identidad. Si a finales del siglo XIX el balompié llegó al país en las
aristocráticas maletas de jóvenes que, como Charles Miller u Oscar Cox,
regresaban de estudiar en Inglaterra, las primeras décadas del siglo XX fueron
el escenario de un auténtico conflicto social por la democratización del
deporte. Mientras la élite social defendía un modelo que expulsaba de los
campos y las competiciones de prestigio a los negros y los trabajadores, estos
por su cuenta inventaban en las calles ese juego creativo e imaginativo que
acabaría caracterizando al fútbol brasileño. Será en los años 20 y 30 cuando la
paulatina profesionalización del fútbol permitió la irrupción de jugadores
negros y de las clases populares, mientras el nuevo sistema de venta de
entradas lo transformaba en un espectáculo de masas rescatándolo de los clubes
privados de la burguesía blanca. Paralelamente, fue tomando cuerpo una manera
de vivir la afición que al entroncar con el espíritu de rebeldía juvenil de los
años 70, acabó hallando su máxima expresión en la torcida organizada.
Hoy la globalización ha convertido a Brasil en un exportador nato de jugadores
al precio de vaciar sus clubs de las grandes figuras sobre las que se asentaba
la afición. Así, al pasear por las calles brasileñas es casi más fácil tropezarse
con aficionados vistiendo camisetas del FC Barcelona, el Real Madrid o
cualquier otro equipo europeo donde juegue alguna de las figuras brasileñas,
que con torcedores luciendo los colores del Corinthians, el Fluminense o el
Vasco de Gama. Ahora las restricciones impuestas por la FIFA amenazan con dar
el tiro de gracia a una forma de vivir el fútbol que, con todas las
contradicciones sociales y políticas que caracterizaron su historia, se
convirtió en seña de identidad de un país. Un golpe final que llega con el
implacable tsunami del Mundial y sus secuelas de especulación inmobiliaria,
mercantilización y exclusión social justificadas en nombre del mayor
espectáculo del mundo.
[Sobre el mismo tema, ver http://otramerica.com/temas/la-cara-oculta-del-mundial-de-futbol-y-de-las-olimpiadas-en-brasil/1391
y
http://cdn.otramerica.com/OTRAMERICA_web/48/posts/docs/0867713001327579571.pdf]