JM.
Rodríguez
El
anterior artículo trajo vientos, buenos unos y no tanto otros. La idea de un
colectivo organizado para gobernar su ciudad choca contra los actuales afanes
de candidatos a alcaldes y sus seguidores. Como hay mucho polvo, acerquémonos a
mirar.
La
ciudad es el hecho cultural de mayor significación, luego del lenguaje. Ella es
el espacio de los ciudadanos y el centro de la lucha de clases. Está
conformada, independientemente de su tamaño e importancia, por dos tejidos que
le dan forma, significado y sustento. Uno es inmaterial pero con hilos que
dejan marcas: la cultura (impregnada de ideología), el modo de producción e
intercambio y su forma de gobierno. Es el tejido socio-político.
El otro
tejido, que identifica a sus habitantes como miembros de la vecindad,
facilitándoles vida estable, es físico-espacial. Lo compone la trama urbana y
sus áreas productivas y de sostén. Esos dos tejidos, brevemente descritos, son
lo que la diferencian de un caserío, suburbio o campamento. Es una urdimbre
doble tan entrelazada que, su segmentación en ámbitos, anarquiza la trama.
Esto
último explica el por qué las comunas, no pueden asumir la ciudad
como territorio de su mandato mientras estén dedicadas, cada una por
su lado, a la atención de las carencias del barrio o al montaje de una
cooperativa de suministros.
Pero,
no basta con tomar conciencia de la ciudad, hay un asunto que no es accesorio:
la comuna, como forma de gobierno, en el entramado jurídico del Estado
venezolano, es tan vaga que hay libros intentando sacarla de lo vaporoso
(“¿Dónde está la comuna?” de Ulises Daal y uno mío, que sucumbió atascado en la
imprenta del MINCI).
Esa
vaguedad facilita a los burócratas esquivar el gobierno de la comuna en la
ciudad, pues, colide con el poder tradicional de las ciudades burguesas: las
alcaldías. Son los que le piden a la gente que se resigne y participe, articule
y se asocie con ese gobierno local. A ellos les digo ¡no! la comuna no es una
asociación de ayuda mutua. Ella es el socialismo.